jueves, 19 de enero de 2023

Manuel Machado, el poeta de Sevilla José María García de Tuñón

En alguna ocasión leímos la opinión de algún crítico literario diciendo que Manuel era mejor poeta que su hermano Antonio, considerado éste como uno de los grandes insignes poetas de su época; pero si hoy Manuel se encuentra injustamente olvidado por quienes manejan las páginas culturares de los distintos medios es porque no fue al exilio como Antonio cuando éste marchó de España sin que ningún preboste de la República lo metiera en su lujoso coche porque abandonó su Patria a pie, en compañía de su enferma madre, como uno más de aquellos que como calzado sólo llevaban puestas unas viejas alpargatas.«...Y le dejamos morir, entre todos, en Collioure», dijo Luis Felipe Vivanco.


No es nuevo el que algunos sigan opinando que Manuel está injustamente olvidado. «No se hace justicia a Manuel cuando se le silencia del todo para aupar (por cierto, merecidamente) a su hermano Antonio. El desbaratador factor político anda en ello». También, hace unos años, el académico Manuel Fernández Almagro escribía, bajo el título Manuel Machado, en la penumbra: «El primero en lamentar la penumbra en que se pierde, a los ojos de las más recientes promociones, la figura de Manuel Machado, sería su hermano Antonio, superior, sin duda, en calidades poéticas y en preocupaciones intelectuales, pero no en tanto grado que justifique la distancia creada entre una gloria de extraordinario y justificado fulgor, y un olvido, o poco menos, inmerecido a todas luces». Así es, Antonio dejó estampado en sus cuadernos que su hermano Manuel era el mejor poeta modernista español. A este respecto, se cuenta que Luís Rosales dijo durante una reunión en quien alguien soltó una frase despectiva para Manuel contraponiéndolo a su hermano: «Poezía ez ezto, y se puso a recitar, durante un largísimo rato, versos de Manuel Machado».


Asimismo, Julio Cruz y Hermida, «médico humanista» por su afición a las Humanidades, editó un libro titulado Entrevista a un poeta en el olvido: Manuel Machado en el cual no pretende hacer comparación alguna entre ambos hermanos sino más bien un canto a la calidad de los dos. En unas declaraciones a la prensa, Cruz y Hermida viene a sostener de alguna manera lo que apuntábamos al principio: «Si Manuel se hubiese ido al exilio habría sido otro Antonio. Pero se quedó en España, aunque aquí, la derecha, lo veía como el hermano de un hombre de izquierda. La derecha no lo ensalzó en vida ni cuidó su memoria después de muerto». Pero dicen las malas lenguas que en una visita que realizó a España Jorge Luis Borges, cuando alguien le habló de Antonio Machado, aquél fingiendo extrañeza, contestó: «¡Ah!, pero ¿Manuel Machado tenía un hermano?».


No obstante se puede decir que eran muy diferentes. Antonio era introvertido, silencioso, con aspecto triste y su lira monocorde, «era pozo, hondura, agua adensada en sombra»; Manuel era una persona más divertida, «era gracia, impulso, fuente, surtidor. Subía al cielo, salía a la calle rumorosa: subía, / bajaba, / charlaba,...», y se sumergía en la costumbre de su pueblo porque era andaluz y más sevillano. La fidelidad a su Sevilla, que decía Gerardo Diego.


Sevilla -aire de luz y luz de aroma-

abre, en abril, como una flor radiante,

su corazón, sonoro y palpitante,

con un batir de alas de paloma.


Por doquiera la Giralda asoma

-alfil soberbio-, alerta y elegante,

señaladota del divino instante

en que a la tierra el cielo en brazos toma.


Para gozar el mágico momento,

para morir un poco al cotidiano

pesar y realizar la maravilla


de suspender el triste pensamiento,

tener es fuerza el lujo soberano

de una caseta en Feria de Sevilla.


Y en Sevilla nació Manuel Machado en una casa del barrio de la Magdalena el 29 de agosto de 1874, siendo sus padres Antonio Machado Álvarez, y Ana Ruiz. Él era licenciado en Derecho, ejerciendo de abogado, y catedrático auxiliar de Filosofía del Derecho. Fue secretario de la Sociedad de Folklore Andaluza y con su nombre -también bajo el seudónimo «Demófilo»-, abundan las colaboraciones sobre el folklore andaluz. Esto provocó un enorme interés en sus hijos que después se vería reflejado en su poesía, principalmente en la de Manuel. En éste influyó además su abuelo paterno, Antonio Machado Núñez, hombre de gran cultura que había estudiado medicina, farmacia, ciencias naturales y filosofía, llegando a ser catedrático en estas dos últimas carreras.


En 1883 la familia Antonio Machado Núñez y Antonio Machado Álvarez deciden instalarse en Madrid. El primero tiene ocasión de pasar a la Universidad Central. Tiene buenas amistades y el ambiente madrileño es mejor para sus actividades como también para la de su hijo. Manuel y Antonio van a abandonar Sevilla. Les pica la curiosidad por lo desconocido. «¿Cómo será la capital de España?», se preguntaban desde la inocencia de sus pocos años.


En la calle Claudio Coello se instala la familia. La casa es amplia, hay espacio de sobra, pero todos echan de menos el patio andaluz lleno de tiestos floridos. El abuelo y el padre procuran infundir optimismo a toda la familia, sobre todo a las mujeres que se muestran con frecuencia con el ánimo decaído. Ellos gozan de buenas amistades: Giner, Cossío, Linares, Sela, Flores, «místicos de una educación nueva para las juventudes y que constituyen el cuerpo de profesores de la Institución Libre de Enseñanza», les manifiestan su afecto; y precisamente en esa Institución Libre ingresan como alumnos Manuel y Antonio. Los dos recordarán siempre la influencia de la Institución y de Giner de los Ríos en muchos aspectos de su vida. En Día por día, Manuel escribió más tarde: «Nadie ha hecho un surco más profundo, nadie sembró más fecunda semilla, nadie dejó una estela más amplia y luminosa... Su obra y su alma viven siempre, porque en su labor semidivina él supo formar los hombres para el mañana». Cuando Manuel dejó la Institución, a los quince años, para ingresar en el Instituto Cardenal Cisneros, ya había adquirido un sentimiento de la dignidad en el trabajo y una gran cultura.


Ambos hermanos leían todo lo que podían y un día Manuel empieza a escribir cuando todavía era muy joven, así nos lo dice él mismo: «De los doce a los quince años -¡qué edad!- era yo poeta, versificador al menos, y encontraba una gran facilidad para la rima y el ritmo, sin tener que contar las sílabas con los dedos como ocurría a muchos de mis condiscípulos. Bien es verdad que había aprendido a leer en el Romancero y en una colección del Teatro Clásico, a dos columnas, con viñetas al frente de cada comedia. De aquí, sin duda, nos vino a mi hermano Antonio, y a mí la primitiva afición al teatro, que quedó poco después interrumpida por nuestra decidida dedicación a la lírica, en que toda colaboración es absolutamente imposible».


En 1893 muere su padre y es entonces cuando la vida les empuja muy deprisa. Este mismo año comienza Manuel a colaborar en una publicación llamada La Caricatura, pero mientras Antonio se queda en Madrid y comienza a trabajar en la compañía de Fernando Díaz de Mendoza, Manuel marcha a su Sevilla a licenciarse en Filosofía y Letras. Durante su estancia en la capital hispalense empezó a considerar como admirables y típicamente sevillanos los elegantes desfiles de caballos, las procesiones de Semana Santa, las corridas de toros y los cantaores gitanos. Mientras estudiaba, tuvo tiempo de seguir con alguna de sus colaboraciones literarias, y también de enamorarse de una parienta suya, Eulalia Cáceres Sierra, con la que llegaría a casarse años después. De regreso a Madrid, trabajo con su hermano en el Diccionario que dirigía el filólogo y académico Eduardo Benot, pero no durante mucho tiempo ya que en marzo de 1899 se marcha a París y tres meses después lo haría Antonio. Sin embargo, la marcha de ambos a la capital francesa no fue nunca una decisión libre, sino que fue una necesidad de encontrar algún medio de vida y por eso cruzaron la frontera. Los dos lo encontraron como traductores en la editorial Garnier Frères. No era un porvenir demasiado brillante, pero el nuevo ambiente les iba a servir de mucho en el futuro, sobre todo a Manuel.


Efectivamente, París, donde iba a residir a lo largo de dos años, dejó en Manuel, como él mismo reconoció, una profunda huella en su vida literaria. Tanto es así que alguno de sus biógrafos ha escrito: «Su papel y capacidad como escritor, antes de esta experiencia, eran de poco monta. Sus poemas primerizos, los publicados en La Caricatura y otras revistas literarias, y en Tristes y Alegres (1895) y Etcétera, colecciones conjuntas con Enrique Paradas, están todos firmemente enraizados en la tradición de la prensa burguesa de la década de los 90». Se había dejado notar, pues, el trato con escritores, la concurrencia a las tertulias y las conversaciones con Paul Fort y Henry Levey. Frecuenta también «los cafés donde las voces populares de Rictus, You Lug, Vincent, Hyspas, Privas, Montoya, Boyer, entonan canciones picantes, que son coreadas por el público y subrayadas con clamorosos aplausos». Un día, ambos hermanos, se encuentran en París con Pío Baroja quien frecuentaría con ellos restaurantes típicos y posiblemente acudan todos juntos a una tertulia de españoles e hispanoamericanos. Manuel está a punto de terminar Alma. Conocen a Rubén Darío y éste lee los poemas de Manuel y Antonio: ¡Admirable! ¡Admirable!, exclamó el poeta nicaragüense.


El siglo XIX va a despedirse y Manuel regresa en diciembre de 1900 a Madrid; antes lo había hecho su hermano. El movimiento literario iniciado el 98, cobraba esplendor y crecía en adeptos, y Manuel Machado, tal vez, fue un hombre de la «generación del 98». «En ese egregio grupo literario -escribe Laín Entralgo- tenía lo mejor de su corazón; y con esa filiación se hallará su alma empadronada, para siempre, en la ciudad española de los Campos Elíseos».En la revista Electra, que no sobrevivió mucho tiempo y que fue reemplazada por otra publicación, titulada Juventud, aparecen varios poemas de los escritos por Manuel en París, y ahora su autor puede leerlos en el libro que pensaba publicar, y que tituló Alma. Cuando por fin aparece, muy a principios de 1902, obtiene un enorme éxito, aunque hay quien ha escrito que pasó desapercibida para algunos críticos, «pero esto era natural, puesto que Alma era obra de un modernista». Sin embargo, «Miguel de Unamuno le ha dedicado un cálido artículo en las columnas de Heraldo de Madrid, y otros escritores, cuya autoridad es notoria, han proclamado el mérito y la originalidad del cantor...».


A estas revistas suceden otras y en casi todas ellas interviene Manuel. La Revista Ibérica marca un hito, después vendría Helios. En 1906 publica el libro Caprichos con dibujo en la portada que realiza su hermano José, más tarde publicó Museo y los Cantares. Pero antes de la salida de estos libros, Manuel Machado pasó unos meses en París, incluso viajó brevemente a Inglaterra y Bélgica, siguiendo sus colaboraciones en las revistas a su vuelta a Madrid y en esta capital alterna con Rubén Darío cuando éste se acerca a España y ambos comparten no sólo gustos literarios, sino su actitud frente a la vida. En algún momento dicen que Manuel llegó a pedir dinero a Darío y también un trabajo ocasional en la Embajada nicaragüense donde el poeta era embajador. Su tragedia la deja reflejada en estos versos que tituló Invierno y que terminan así:


Y en esta ancestral pobreza

española del vate...

La tragedia ridícula

de la bohemia... ¡El mártir

que es un pobre poeta de sus sueños

y de sus realidades!...

¡Y la doliente humillación de serlo!...

¡Y el buen gusto dudoso de quejarse!...


Calla, viejo organillo

incorregible... En balde

lanzas la melancolía sonata

conocida... ¡A otra parte!


En 1909 se marcha a Barcelona, dicen que tras una joven catalana. Conoce al político Alejandro Lerroux y al anarquista Francisco Ferrer; pero al cuarto día de su estancia la capital es una hoguera. Arde por los cuatro costados y Manuel Machado, en un barco, se marcha al sur de Francia y después sobre este viaje escribió: Es mi nave y va a partir / puesta en lo ignoto la fe. / Sólo viajar es vivir. / No sé dónde voy a ir / e ignoro si volveré... Al año siguiente se casa, y le dice a Juan Ramón Jiménez: «Me casé, en efecto, hace poco más de un año en Sevilla, con mi prima Eulalia, mi amor de niño, mi primero y único amor verdadero. Lo demás no han sido más que escarceos más o menos sensuales y correr del potro joven...». Este nuevo estado supuso para el poeta un cambio radical en su vida: «Todo lo cambió de pronto la mano de una mujer, llena de gracias y de gracia, que había sabido esperarme», dijo el propio poeta. Sin embargo, desde el punto de vista económico los primeros años del matrimonio fueron bastante precarios; aunque obtiene un gran éxito con la publicación de Cante hondo ya que vendió un millar de ejemplares a las veinticuatro horas de aparecer en las librerías. Le seguirían El amor y la muerte (Capítulos de novela) y La guerra literaria.


Los ingresos no eran suficientes para el matrimonio y su madre que vivía con ellos, por esta razón decide presentarse a las oposiciones de Archiveros y Bibliotecarios del Estado, que gana. Es destinado a Santiago de Compostela como bibliotecario de la Universidad, aunque logró al poco tiempo el traslado a Madrid donde trabajó en la Biblioteca Nacional y pocos años después pasó a ocupar también la plaza de crítico titular de El Liberal que, una vez que obtuvo la excedencia en la Biblioteca, lo envió como corresponsal al extranjero. Durante todo este tiempo trabajó como periodista su economía era buena, vivía bien y era famoso. En estos años publicó Canciones y dedicatorias; y en Méjico aparece Poemas de Antonio y Manuel Machado. Escribió también Sevilla y otros poemas; Un año de teatro; Día por día de calendario (Memorándum de la vida española en 1918); Ars moriendi. Aparece el tercer volumen de Cante hondo y el quinto de sus Obras completas. Funda en 1924 con Ricardo Fuente, director de la Biblioteca Municipal, la Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo. Es nombrado director de Investigaciones Históricas de la Biblioteca y, después, del Museo Municipal; aunque más tarde volvería al periodismo colaborando en La Libertad. Con Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel se inicia la serie de colaboraciones teatrales de los dos hermanos. Y el 8 de noviembre de 1929 cosechan ambos uno de sus mayores éxitos dramáticos estrenando La Lola se va a los puertos, protagonizada por Lola Membrives para quien fue escrita.


El día 27 de ese mismo mes se tributa en el Hotel Ritz un homenaje a ambos hermanos con asistencia del general Primo de Rivera que iba acompañado de su hijo José Antonio de 26 años de edad que consideraba a Manuel como un gran poeta, pero también reconocía en Antonio una voz profunda y ancha. Por otro lado, Julián Pemartín dice que la amistad de los dos hermanos con José Antonio ya venía de antes. También cuenta que aunque el fundador de Falange «no fue muchas veces por el colmado Las Delicias, cuando iba gustaba de hablar con Antonio y le guardaba respeto y admiración. Algunas veces -sigue contando Pemartín- íbamos a una taberna de la calle de Toledo José Antonio, Manuel Machado, alguno otro y yo, a jugar al mus. No sé si existirá ya esa taberna, no sé...». Años después el propio Manuel Machado recordaría aquel día en el Hotel Ritz en un artículo que publicó en el ABC de Sevilla y que, entre otras cosas, decía:


...Fue por estos mismos días de noviembre de 1929, y fue una de las primeras, acaso la primera vez, que -aparte sus alegatos forenses-, hablaba en público José. Se celebraba un suceso artístico y la magnífica sala de fiestas del hotel Ritz, de Madrid, estaba llena a rebosar de todas las aristocracias españolas: desde la de la sangre hasta la del cante hondo. La cálida palabra del joven orador, impregnada ya de un dulce misticismo y como de un aura de profecía, penetraba candente en los espíritus y captaba, irresistible, no ya el difícil entusiasmo, la emoción cordial y sincera de aquel selecto auditorio. Cuando José Antonio descendió del estrado, entre ovaciones delirantes, don Miguel Primo de Rivera se acercó a su hijo. Y, al abrazarse aquellos dos hombres -muy hombres- , había también lágrimas en sus ojos.


He recordado este acontecimiento -como contribución al homenaje rendido hoy a José Antonio- principalmente porque allí, en sus palabras, estaba ya a mi juicio, el primer eslabón de la "recia cadena intelectual que forjara el genio prodigioso y la capacidad 'poética' de José Antonio, según la admirable frase -y exacta- de Raimundo Fernández-Cuesta. Fue aquél su primer discurso un arrebatado panegírico de la Poesía como norma cardinal de la Vida. Conocía de sobra José Antonio toda la noble y benéfica influencia que es el mundo y en la misma naturaleza ejercen el número y la rima cuál es prestigio irresistible de la música. Y hubiera sido, de proponérselo, un admirable poeta del verso, un gran lírico. Pero él sabía también que en su más alto concepto la palabra "Poesía" significa "hacer", "acción", "creación". Y que en este sentido Dios mismo es el sumo Poeta, por cuanto el Hacedor supremo.


Y a esta Poesía, creadora y activa de signo positivo, fue a la que José Antonio se entregó -cuerpo y alma- en una vida clara, toda belleza, desde el principio al fin y que no conoció la fría vejez. En plena juventud le alcanzaron el martirio y al sacrifico por su España idolatrada... Pero antes ya nos la había inundado de "azul" y había dicho: «A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ay de aquel que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete». Y esas palabras -que son todo José Antonio-, se han de grabar, con oro, en la portada de la Nueva Historia de España.


Llegada la Segunda República, los hermanos Machado, a través de algunas entrevistas, prometieron apoyarla. Desde el punto de vista profesional sólo estrenan, aunque escribirían más, La Prima Fernanda, en el Teatro Victoria el 24 de abril de 1931; y el 26 de marzo de 1932, en el Teatro Español, La duquesa de Benamejí. El motivo de haberse prodigado tan poco en el teatro fue debido, según algunos expertos, a que los asuntos dramáticos adquirieron otro ritmo. Manuel, por motivos políticos, se vio obligado a dimitir de La Libertad. Una nota escueta de su director, que relataba la historia de la colaboración de Machado en el periódico, informó que ya no había espacio para aquellos «fieles como usted a una orientación derechista que ha dejado de tener este periódico». «Soy Liberal en arte. Y Romántico en política... Liberal y Romántico, dos grandes palabras que hoy suenan casi totalmente a hueco. El mundo se debate hoy -lejos de toda libertad- entre dos dictaduras: la capitalista y la colectivista, la burguesa y la proletaria, entre el fascismo y el comunismo. Amabas son para mí igualmente detestables», escribió Manuel Machado en La Libertad el 28 de mayo de 1933.


Cuando estalla la guerra civil, Manuel Machado y su mujer se encontraban en Burgos donde había ido a visitar a una hermana monja de Eulalia. Ante la imposibilidad de retornar a Madrid se instalan en una pensión «modesta, reducida, construida con tabiques de pandereta», describe el propio Machado. Pero éste pensó que era una guerra carlista más y así se lo comunicó a la periodista de la revista francesa Comoedia, Blanche Messis, mostrando además su irritación por lo que estaba ocurriendo, algo que le costó después unos días de cárcel por culpa del corresponsal del ABC en París, Mariano Daranas, que leyó los comentarios del poeta y le atacó duramente por sus anteriores simpatías socialistas y republicanas. Desde las páginas de El Castellano de Burgos, Machado se defiende y habla de su éxito bajo el régimen de Primo de Rivera y de su dimisión de La Libertad, inclusive envía una extensa carta al director de ABC de Sevilla que termina con estas palabras:


Adrede he dejado para el fin la, para mí más dolorosa de las inculpaciones de Daranas. Yo estoy en Burgos desde el quince de julio -vine, como otros muchos años por esta fecha a visitar en su día del Carmen a una hermana que tengo monja en las Esclavas del Sagrado Corazón- y aquí me sorprendió la magnífica explosión de este movimiento nacional, que va a salvar, que ha salvado ya, a nuestra Patria adorada. Y desde el primer instante, no ya mi adhesión, mi entusiasmo más ferviente lo acompaña.


Como Bibliotecario Municipal de Madrid, me ofrecí al Ayuntamiento de Burgos para servirlo en análogas labores.


Ofrecíme también al Gabinete Diplomático de la Junta Nacional y, finalmente, a la Oficina de Propaganda de Prensa, que dirige el gran periodista -y también colaborador de ABC- don Juan Pujol. Colaboro activamente en la confección de un periódico tan genuinamente español y tradicional como El Castellano y en el semanario La Legión de los Legionarios de España. Todo Burgos me conoce ya y estima como un devoto ferviente de esta gran gesta, de esta nueva reconquista de España, que me ha inspirado, además, si no los mejores, los versos más sentidos que he escrito en mi vida.


Sólo me ha faltado acudir al frente con un fusil, y puede creer Daranas que si la edad me lo permitiera, no hubiera dejado de hacerlo.


¡Viva España! ¡Viva España! ¡Viva siempre España!


De usted atento amigo y colaborador que estrecha su mano,


Manuel Machado.


Una vez vueltas las aguas a su cauce, en la capital castellana colabora en la Oficina de Prensa y Propaganda, y se reincorpora al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, en la Comisión de Cultura de Burgos. Habla para Radio Nacional de España y Radio Castilla de Burgos. Instalado de nuevo en Madrid, una ver terminada la guerra, vuelve a su empleo de bibliotecario y es considerado como una de las grandes figuras de la Literatura española. «Escribió algunos artículos, otros le censuraron, en otros pudo pedir perdón y clemencia para los vencidos, se reunió con algunos poetas en una tertulia a la que llamaron, bajo el lema "El ocio atento", Musa Musae...» . También, según documento conservado en la Institución Fernán González, a principio de 1940 es nombrado miembro del Consejo Asesor de Cultura de la Organización Juvenil de FET-JONS.


Pero antes, una mañana, a finales de febrero de 1939, recibe la noticia de que su hermano Antonio acaba de morir en Francia. Manuel pide permiso para pasar al país vecino con su mujer y se pone en marcha para llegar a París donde creía que había muerto Antonio, pero en la frontera le dicen que el óbito ocurrió en la localidad de Collioure. Cuando llega se encuentra con la amarga noticia de que también su madre, Ana Ruiz, había fallecido tres días después que su hijo. Manuel pasa dos días en Collioure sin apenas salir del cementerio y como ya nada tenía que hacer en Francia regresa con su mujer a España.


Colabora en el libro colectivo Los versos del combatiente y en la Corona de sonetos en honor de José Antonio, escribiendo en este último el siguiente soneto:


José Antonio, ¡Maestro!...¿En qué lucero,

en qué sol, en qué estrella peregrina

montas la guardia? Cuando a la divina

bóveda miro, tu respuesta espero.


Toda belleza fue tu vida clara:

sublime entendimiento, ánimo fuerte...

Y en pleno ardor triunfal, temprana muerte

porque la juventud no te faltará.


Háblanos tú... De tu perfecta gloria

hoy nos enturbia la lección el llanto;

mas ya el sagrado nimbo te acompaña


y en la portada de su nueva historia

la Patria inscribe ya tu nombre santo...

¡José Antonio! ¡Presente! ¡Arriba España!


Por estos años publica Horas de oro y Cadencias de cadencia. Escribe algunos artículos, entre otros, en el semanario El Español fundado por el consista Juan Aparicio. En esta misma publicación también aparecen artículos dedicados al propio Manuel Machado, ejemplo: Cuando los poetas hablan de Dios, de Florentina del Mar, y también: El ángel de su poesía, de Cayetano López-Trescastro. En 1946 firma un contrato para colaborar con un máximo de cuatro artículos al mes con la Delegación Nacional de Prensa. Por otra parte, escribió una serie de trabajos que tituló Cualquier día en Sevilla, y otros dos libros ambos con el título Intenciones. Estrena en 1944, en Zaragoza, El Pilar de la Victoria, poema lírico-religioso en dos actos en los que el poeta pretendía combinar el sentimiento religioso con los sentimientos nacionales del momento; para el propio poeta la obra era por su combinación de lo religioso y lo folklórico, una verdadera cifra de hispanidad.


Los poetas integrantes de la generación del 36 y que me permanecieron en España, seguirán tendencias ideológicas a la de Manuel Machado. No sorprende que éste considerara excelentes poetas a Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco José María Alfaro, ni tampoco que en los preliminares de Poesía (Opera omnia lyrica) (1940 y 1942) se imprimieran, junto con textos en prosa de Pedro Laín Entralgo, composiciones poéticas laudatorias firmadas por algunos de ellos. En este contexto de compenetración intergeneracional hay que situar las colaboraciones de Machado en la revista Escorial.


A principios del mes de enero de 1947 el poeta, de regreso de un entierro, se siente enfermo y al llegar a su casa se mete en la cama. Los médicos le diagnostican una bronconeumonía que no logran vencer. Se confiesa con su director espiritual el jesuita Padre Cavestany y cuando sus compañeros de la Real Academia Española celebran su comida anual, el domingo 19 de enero, les llega la noticia de que Machado ha muerto. Según Gerardo Diego, Eulalia, por cortesía hacia los académicos, congregados con ánimo festivo, retrasó la difusión de la noticia hasta después del banquete. Ya entonces su Ángel de la guarda le había dado su mano. Así lo dice el propio poeta:


Cuando me dé la mano el Ángel de mi guarda

para ir a esa región que a todos nos aguarda

sobre la eterna música me hallará adormecido

y yo abriré mis ojos a un mundo conocido


Después, de la pluma de José García Nieto saldrían estas palabras a él dedicadas: «...Cuando muere un poeta tendrían los ángeles que hacer sonar infinidad de campanas alrededor de su tendido cuerpo. Pero la música de la muerte es sólo silencio, el hondo silencio de esta hora que hacía más precisos e irreverentes mis pasos...».


Así, el que un día escribió La vida sobre la muerte, despedía a quien había sido un insigne poeta español.


Manuel Machado, el poeta de Sevilla por José María García de Tuñón Aza

lunes, 26 de diciembre de 2022

Católico: luchar contra la miseria y abrazar la pobreza


 En el libro "Dios o nada" nos dejó el Cardenal Robert Sarah una impresionante catequesis sobre la pobreza a la que los católicos de hoy les resulta una situación poco menos que despreciable.

Absorbidos por un entorno de "a la última moda": el último iPhone, el último televisor con la última pantalla (y uno en cada habitación de la casa), el último vestido de la última marca de moda, la casa propia, la de los automóviles que alcanzan velocidades 2 ó 3 veces la permitida, las mascotas...

"¿...por qué habla usted tan a menudo de la estrecha relación entre Dios y los pobres?" (Le pregunta al cardenal en relación a la lucha contra la miseria en el dicasterio Cor unum al que consagró varios años de su vida)"

"El Evangelio no es un eslogan. Y lo mismo se puede decir de nuestra actividad dirigida a aliviar los sufrimientos de los hombres: no se trata de hablar ni de disertar, sino de trabajar humildemente y de tener un profundo respeto hacia los pobres. Recuerdo, por ejemplo, haberme rebelado al escuchar la frase publicitaria de una organización caritativa católica que no andaba lejos de insultar a los pobres: «Luchemos por la pobreza cero». Ningún santo –y solo Dios sabe cuántos santos de la caridad ha engendrado la Iglesia en dos mil años– se habría atrevido jamás a hablar así de la pobreza y de los pobres. Tampoco Jesús tuvo esta pretensión. Ese eslogan no respeta ni el Evangelio ni a Cristo. Desde el Antiguo Testamento, Dios está con los pobres; y las Sagradas Escrituras no dejan de alabar a «los pobres de Yahvé». El pobre se siente dependiente de Dios: ese vínculo constituye el fundamento de su espiritualidad.

El mundo no le ha favorecido, pero toda su esperanza, su única luz, está en Dios. La exhortación del salmo 107 es especialmente significativa: «Dad gracias al Señor por su misericordia, por sus maravillas con los hijos de Adán. Porque sació al alma sedienta, y a la hambrienta la llenó de bienes. Habitaban en tinieblas y sombras de muerte, cautivos entre miseria y cadenas […]. Pero Dios levanta de la miseria al pobre y multiplica como un rebaño sus familias». La pobreza es un valor bíblico confirmado por Cristo, que exclama con vehemencia: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» ( Mt 5, 3). Y san Pablo, igual que Jesucristo, dice: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza» ( 2 Co 8, 9). Sí, la pobreza es un valor cristiano. El pobre es el que sabe que él solo no puede vivir. Necesita a Dios y a los demás para existir, desarrollarse y crecer. Los ricos, al contrario, no esperan nada de nadie. Pueden satisfacer sus necesidades sin recurrir ni a los demás ni a Dios. En este sentido, la riqueza puede conducir a una gran tristeza y a una auténtica soledad humana, o a una espantosa miseria espiritual. Si un hombre necesita de otro para comer y sanar, genera necesariamente una gran dilatación del corazón. Por eso los pobres están más cerca de Dios y viven entre ellos una gran solidaridad: obtienen de esta fuente divina la capacidad de permanecer atento al otro. La Iglesia no debe combatir la pobreza, sino librar una batalla contra la miseria y, especialmente, contra la miseria material y espiritual. Es vital comprometerse para que todos los hombres tengan lo mínimo con que vivir. Desde los primeros tiempos de su historia, la Iglesia busca transformar los corazones para desplazar las fronteras de la miseria. La Gaudium et spes nos invita a luchar contra las miserias, no contra la pobreza: «El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo». Hay una diferencia fundamental entre miseria y pobreza. En su mensaje anual para la Cuaresma del año 2014, Francisco distinguía la miseria moral, la miseria espiritual y la miseria material. Para el Papa, la miseria espiritual es la más grave, porque el hombre queda apartado de su fuente natural, que es Dios. Por eso escribe que «la miseria espiritual nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera». La miseria material, por su parte, conduce a una forma de vida infrahumana, origen de grandes sufrimientos. El horizonte parece no existir ya. Pero no tenemos derecho a confundir miseria y pobreza, porque haríamos mucho daño al Evangelio. Recordemos lo que nos ha dicho Cristo: «A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis» ( Jn 12, 8). Quienes quieren erradicar la pobreza hacen mentir al Hijo de Dios. Caen en el error y la mentira. El Papa ha querido desposarse con lo que san Francisco llamaba la «señora pobreza». El Poverello de Asís recomendaba a sus hermanos que llevaran pobres hábitos, que vivieran de su trabajo para garantizar el sostenimiento de la comunidad, que no exigieran nunca un salario como debido. Les pedía que no poseyeran bienes materiales, sino que en todas partes fueran «peregrinos y extranjeros en este mundo, sirviendo al Señor en humildad». San Francisco de Asís quiso ser pobre porque Cristo eligió la pobreza. Si llama a la pobreza virtud regia, es porque brilló con esplendor en la vida de Jesús, Rey de reyes y Señor de señores, y en la de su madre, María de Nazaret. No olvidemos la magnífica exclamación del corazón de nuestro Papa cuando el 16 de marzo de 2013, en los albores de su pontificado, afirmó delante de los periodistas del mundo entero: «¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!». También suelo pensar a menudo en el voto de pobreza de los religiosos: ¿sabe nuestro mundo que los hombres y las mujeres que lo pronuncian lo hacen para estar lo más cerca posible de Cristo? El Hijo quiso ser pobre con el fin de mostrarnos el mejor camino para encontrarnos con Cristo. El proyecto «pobreza cero» suprime y elimina físicamente los votos de los religiosos y de los sacerdotes. Sé que no todos los sacerdotes están obligados a hacer un voto de pobreza absoluta. Pero, contemplando a Cristo, creo firmemente que el sacerdocio está unido a la pobreza. El sacerdote es un hombre de Dios, un hombre de oración y humildad, un contemplativo que busca ayudar a sus hermanos a penetrar en el misterio del amor de Dios. Ser sacerdote es comportarse como Jesús, no tener nada, no desear nada y ser solo de Dios: « Mihi vivere Christus est et mori lucrum» («Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia») ( Flp 1, 21). Como presidente del Pontificio Consejo Cor unum, consagré mis días a luchar contra la miseria, especialmente en los frentes más doloridos de la humanidad. Se trataba de un combate exigente por hacer llegar los primeros auxilios a quienes ya no tienen nada, ni comida, ni ropa, ni medicinas. En mi oración pienso a menudo en la miseria de la soledad y en quienes no reciben ninguna atención humana.

 La humanidad nunca ha sido tan rica, pero alcanza cimas de miseria moral y espiritual insólitas debido a la pobreza de nuestras relaciones interpersonales y de la globalización de la indiferencia. En la lucha contra la miseria existe esa dimensión fundamental que consiste en volver a dar al hombre su vocación de hijo de Dios y la alegría de pertenecer a la familia de Dios. Si no incluimos el aspecto religioso, caemos en la filantropía o en una acción humanitaria secular que olvida el Evangelio. En esto se distingue la caridad cristiana de la acción de las organizaciones civiles: ¡la diferencia es Cristo! El Hijo de Dios ama a los pobres: otros pretenden erradicarlos. ¡Qué utopía mentirosa, irrealista, casi tiránica! Siempre me emociona y maravilla lo que afirma la Gaudium et spes: «El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo». Debemos ser precisos cuando elegimos las palabras. El lenguaje de la ONU y de sus agencias, que quieren eliminar la pobreza confundiéndola con la miseria, no es el de la Iglesia de Cristo. ¡El Hijo de Dios no ha venido a hablar a los pobres con eslóganes ideológicos! La Iglesia debe desterrar los eslóganes de su lenguaje. Porque han embrutecido y destruido a los pueblos cuya conciencia intentaba seguir siendo libre."

viernes, 16 de diciembre de 2022

Navidad: un mito sin fundamento histórico

Muchos cristianos creen que el cristianismo celebra el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre porque los padres de la Iglesia se apropiaron de la fecha de un festival pagano. Casi nadie da importancia a este hecho, excepto algunos grupos marginales de evangélicos americanos, que parecen interpretar que ello convierte a la Navidad en un festival pagano.

Sin embargo, resulta interesante saber que la opción del 25 de diciembre es el resultado de los intentos realizados por los primeros cristianos para averiguar la fecha de nacimiento de Jesús, basándose en cálculos de calendario que nada tenían que ver con los festivales paganos.

Fue más bien al contrario, ya que el festival pagano del “Nacimiento del Sol Invicto", instituido por el emperador romano Aureliano el 25 de diciembre de 274, fue casi con toda certeza un intento de crear la alternativa pagana a una fecha que ya gozaba de cierta importancia para los cristianos romanos. Así pues, “los orígenes paganos de la Navidad” son un mito sin fundamento histórico.

Ingleses modernos que quieren ser paganos se declaran druidas y hacen rituales en el Solsticio de Invierno en Stonehenge

La idea de que la fecha fue sacada de los paganos se remonta a dos estudiosos de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Paul Ernst Jablonski, un protestante alemán, pretendía demostrar que la celebración del nacimiento de Cristo el 25 de diciembre era una de las muchas “paganizaciones” del cristianismo que la Iglesia del siglo IV había adoptado, como una de las muchas “degeneraciones” que habían transformado el cristianismo apostólico puro en catolicismo.

Dom Jean Hardouin, un monje benedictino, intentó demostrar que la Iglesia católica había adoptado festivales paganos para fines cristianos sin paganizar el Evangelio. En el calendario juliano, creado en el año 45 a.C. bajo Julio César, el solsticio de invierno caía en 25 de diciembre y, por tanto, a Jablonski y a Hardouin les pareció evidente que esa fecha debía haber contenido obligatoriamente un significado pagano antes de haber sido cristiano.

Pero en realidad, la fecha no había tenido ningún sentido religioso en el calendario festivo pagano en tiempos anteriores a Aureliano, y el culto al sol tampoco desempeñaba un papel importante en Roma antes de su llegada.

Había dos templos del sol en Roma. Uno de ellos (mantenido por el clan en el que nació o fue adoptado Aureliano) celebraba su festival de consagración el 9 de agosto, y el otro el 28 de agosto. Sin embargo, ambos cultos cayeron en desuso en el siglo II, en que los cultos solares orientales, como el mitraísmo, empezaron a ganar adeptos en Roma. Y en cualquier caso, ninguno de estos cultos, antiguos o nuevos, tenían festivales relacionados con solsticios o equinoccios.

Lo que ocurrió realmente fue que Aureliano, que gobernó desde el año 270 hasta su asesinato en 275, era hostil hacia el cristianismo, y está documentado que promocionó el establecimiento del festival del “Nacimiento del Sol Invicto” como método para unificar los diversos cultos paganos del Imperio Romano alrededor de una conmemoración del “renacimiento” anual del sol. Lideró un imperio que avanzaba hacia el colapso, ante las agitaciones internas, las rebeliones en las provincias, el declive económico y los repetidos ataques por parte de tribus germanas por el norte y del Imperio Persa por el este.

Al crear esa nueva festividad, su intención era que el día 25, en el que comenzaba a alargarse la luz del día y a acortarse la oscuridad, fuera un símbolo del esperado “renacimiento” o eterno rejuvenecimiento del Imperio Romano, que debía ser el resultado de la perseverancia en la adoración de los dioses cuya tutela (según creían los romanos) había llevado a Roma a la gloria y a gobernar el mundo entero. Y si podía solaparse con la celebración cristiana, mejor aún.

Cálculos navideños ¡antes de tener fecha litúrgica!

Es cierto que la primera prueba de una celebración cristiana en 25 de diciembre como fecha de la Natividad del Señor se encuentra en Roma, algunos años después de Aureliano, en el año 336 d.C., pero sí hay pruebas del Este griego y del oeste latino donde los cristianos intentaban averiguar la fecha del nacimiento de Cristo mucho antes de que lo empezaran a celebrar de una forma litúrgica, incluso en los siglos II y III. De hecho, las pruebas indican que la atribución a la fecha de 25 de diciembre fue una consecuencia de los intentos por determinar cuándo se debía celebrar su muerte y resurrección.

[Tighe no lo detalla, pero un ejemplo claro es el de Sexto Julio Africano, escritor cristiano que en el año 221, en sus Chronographiai, ya establece que Jesús se encarnó en 25 de marzo (por lo que nació 9 meses después, en 25 de diciembre). Esto lo escribe medio siglo antes de que en el 274 Aureliano cree una fiesta para el 25 de diciembre en Roma. Nota de ReL].

¿Y cómo ocurrió todo esto? Parece haber una contradicción en la fecha de la muerte del Señor entre los Evangelios Sinópticos y el Evangelio de Juan. Los sinópticos la situarían en la Pascua de los judíos (después de la Última Cena la noche anterior), mientras que Juan la describiría en la Víspera de la Pascua, en el momento en que los corderos eran sacrificados en el Templo de Jerusalén para el ágape que tendría lugar después de la salida del sol ese mismo día.

La solución a esta cuestión implica contestar a la pregunta de si la Santa Cena fue un ágape pascual o una cena que tuvo lugar un día antes, lo cual no estudiaremos aquí. Basta con decir que la primitiva Iglesia siguió a Juan y no a los sinópticos y, por tanto, creyó que la muerte de Cristo había tenido lugar el 14 Nisán, de acuerdo con el calendario lunar judío.

Por cierto, los estudiosos modernos se muestran de acuerdo con que la muerte de Cristo podría haber tenido lugar en el año 30 o en el 33 d.C., ya que éstos son los únicos años de esa época en los que la Vigilia de Pascua podían haber caído en viernes. Las posibilidades son, por tanto, el 7 de abril del 30 o el 3 de abril del 33.

Sin embargo, dado que la Iglesia primitiva fue forzosamente separada del judaísmo, entró en un mundo de calendarios distintos y tuvo que instaurar sus propios momentos para celebrar la Pasión del Señor, en parte también para independizarse de los cálculos rabínicos de la fecha de Pascua. 

Por otra parte, como el calendario judío era un calendario lunar que constaba de 12 meses de 30 días cada uno, cada pocos años debía añadirse un mes decimotercero por un decreto del Sanedrín, para mantener el calendario sincronizado con los equinoccios y los solsticios, así como para evitar que las estaciones se fueran “desviando” hacia meses inapropiados.

Aparte de la dificultad que debieron tener los cristianos en investigar, o quizás en ser bien informados sobre las fechas pascuales en un determinado año, el hecho de seguir un calendario lunar diseñado por ellos habría dispuesto en su contra tanto a judíos como a paganos, y seguramente también les habría sumido en inacabables disputas entre sí mismos.

El siglo II vio fuertes disputas sobre si la Pascua tenía que caer siempre en domingo o en cualquier día de la semana dos días después del 14 Artemision/Nisán, pero haber seguido un calendario lunar no habría hecho más que agravar estos problemas.

Estas divergencias eran interpretadas de distintas maneras entre los cristianos griegos de la parte oriental del imperio y los cristianos latinos en la parte occidental del mismo. Parece ser que los cristianos griegos quisieron encontrar una fecha equivalente a su 14 Nisán en su propio calendario solar y, dado que el Nisán era el mes en el que tenía lugar el equinoccio de primavera, eligieron el día 14 de Artemision, el mes en el que el equinoccio de primavera caía invariablemente en su propio calendario. Alrededor del 300 d.C., el calendario griego fue solapado por el romano y, como las fechas de principio y final de los meses en estos dos sistemas no coincidían, el 14 Artemision se convirtió en el 6 de abril.

No obstante, parece que los cristianos latinos del siglo II en Roma y África del norte querían establecer la fecha histórica en la que murió Jesús. En la época de Tertuliano [c.155 -220 d.C.] habían concluido que murió en viernes, 25 de marzo del 29. Como nota aparte, debo hacer constar que ello es imposible: el 25 de marzo del 29 no cayó en viernes, y la Víspera de Pascua judía en el 29 d.C. no caía en viernes ni en 25 de marzo, ni siquiera en el mes de marzo.

Cuando los antiguos creían en la “edad integral”

Así pues, en el este, tenemos el 6 de abril y, en el oeste, el 25 de marzo. Llegados a este punto, debemos introducir una creencia que parece ser que se propagó en el judaísmo en el tiempo de Cristo, pero la cual, como no aparece en la Biblia, no han tenido presente los cristianos. Se trata de la “edad integral” de los grandes profetas judíos: la idea de que los profetas de Israel murieron en la misma fecha que la de su nacimiento o concepción.

Este conocimiento es un factor clave a la hora de entender por qué algunos de los primeros cristianos llegaron a la conclusión de que el 25 de diciembre fue la fecha del nacimiento de Jesucristo. Los primeros cristianos aplicaron esta idea a Jesús, con lo que el 25 de marzo y el 6 de abril no sólo eran las supuestas fechas de la muerte de Jesús, sino también las de su concepción o nacimiento. Existe alguna prueba fugaz de que al menos algunos cristianos en los siglos I y II consideraron el 25 de marzo y el 6 de abril como la fecha del nacimiento de Cristo, pero rápidamente prevaleció la asignación del 25 de marzo como la fecha de la concepción de Cristo.

Y es en este día, conmemorado casi universalmente entre cristianos como la Fiesta de la Anunciación, cuando el Arcángel Gabriel llevó la Buena Nueva de un salvador a la Virgen María, con cuyo consentimiento la Palabra de Dios ("Luz de Luz, Dios verdadero del Dios verdadero, nacido del Padre antes de todos los tiempos") se encarnó en su vientre. ¿Cuánto dura un embarazo? Nueve meses. Si contamos nueve meses a partir del 25 de marzo, es 25 de diciembre; si es a partir del 6 de abril, tenemos el 6 de enero. El 25 de diciembre es Navidad y, el 6 de enero, es la Epifanía.

Ingleses modernos en Stonehenge realizando un ritual neopagano de “solsticio de invierno”

La Navidad (el 25 de diciembre) es una fiesta de origen cristiano occidental. Parece que en Constantinopla fue introducida en el año 379 ó 380. De un sermón de San Juan Crisóstomo, que en su época fue un renombrado asceta y predicador en su nativa Antioquía, parece que ahí la fiesta se celebró por primera vez el 25 de diciembre del 386. Desde esos centros, se esparció por todo el Oriente cristiano y se adoptó en Alejandría alrededor del 432, mientras que en Jerusalén se asumió un siglo o un poco más después.

Los armenios, solos entre las Iglesias cristianas antiguas, nunca la adoptaron, y hasta hoy llevan celebrando el nacimiento de Cristo, la adoración de los Reyes y el bautismo el 6 de enero.

Por su parte, las Iglesias occidentales fueron adoptando gradualmente la celebración de la Epifanía del este el 6 de enero, y Roma lo hizo entre el 366 y el 394. Pero en Occidente, esta festividad se presentaba normalmente como la conmemoración de la visita de los Reyes Magos al niño Jesús y, como tal, era una fiesta importante, pero no una de las más determinantes. Ello provocaba un fuerte contraste con la posición de la Iglesia oriental, donde sigue siendo la segunda fiesta más importante de la iglesia después de la Pascua.

En Oriente, la Epifanía es mucho más importante que la Navidad. La razón es que la festividad también celebra el bautismo de Cristo en el Jordán y el momento en que la Voz del Padre y el Descenso del Espíritu Santo manifestaron por primera vez a los mortales la divinidad del Cristo Encarnado y la Trinidad de las 3 Personas en un solo Dios.

Una fiesta cristiana

Así pues, parece que el 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo no está en absoluto en deuda con las influencias paganas en las prácticas de la Iglesia durante o después del tiempo de Constantino.

Es totalmente improbable que fuera la fecha exacta del nacimiento de Cristo, pero surgió estrictamente de los esfuerzos de los primeros cristianos latinos para averiguar la fecha histórica de la muerte de Cristo.

En cambio, la fiesta pagana que instituyó el emperador Aureliano en esa fecha, en el año 274, no sólo fue un esfuerzo para utilizar el solsticio de invierno con el objetivo de hacer una declaración política, sino que, casi con toda certeza, fue también un intento de dar un sentido pagano a una fecha ya importante para los cristianos romanos. 

A su vez, los cristianos podrían más tarde volver a adoptar la fiesta del “Nacimiento del Sol Invicto” para referirse, en memoria del nacimiento de Jesús, a la ascensión del “Sol de la Salvación” o el “Sol de la Justicia".

(William J. Tighe recomienda la lectura de Los Orígenes del Año Litúrgico de Thomas J. Talley sobre la historia de la fecha de Navidad y otras fechas litúrgicas.)

jueves, 1 de diciembre de 2022

La sombra de José

Hay que reconocer que san José no ha tenido mucha suerte que digamos en la transmisión que los siglos han hecho de su figura. Si nos preguntamos qué imagen surge en la mente del cristiano al oir el nombre del esposo de María, tenemos que respondernos que la de un viejo venerable, con rostro no excesivamente varonil, que tiene en sus manos una vara de nardo un tanto cursi. O quizá, como variante, la de un ebanista que, muy pulcro él, muy nuevos sus vestidos, se olvida de la garlopa, que tiene entre las manos, para contemplar en un largo éxtasis los juegos de su hijo que se entretiene haciendo cruces entre limpísimas virutas. Dos imágenes que, si Dios no lo remedia, van a durar aún algunos siglos, por mucho que la fornida idea de san José Obrero trate de desplazar tanta cursilería. Dos imágenes que, además, poco tienen que ver con la realidad histórica de José, el carpintero de Nazaret.

Al parecer, como los hombres somos mucho más «listos» que Dios, nos precipitamos enseguida a cubrir con nuestra mala imaginación lo que los evangelistas velaron con su buena seriedad teológica. Y así es como a José le dedican pocas lineas los evangelistas y cientos de páginas la leyenda dorada. Pero bueno será empezar por conocerla, aunque sólo sea para saber lo que José «no fue».

El José de la leyenda

La idea del José viejo y milagroso data de los primeros siglos. La encontramos en el escrito apócrifo titulado «Protoevangelio de Santiago» que Orígenes conocía ya en el siglo lll. Se trata de una obra deliciosa e ingenua, nacida sin duda de una mezcla de afecto piadoso y de afán de velar contra posibles herejías. ¿Había quien encontraba difícil de comprender un matrimonio virginal entre José y María? Pues se inventaba un José viudo y anciano que habría aceptado a María más como tutor que como esposo. Y se añadía todo el florero de milagros que ingenuamente inventan todos los que no han descubierto que el mayor milagro de la vida de Cristo es que sólo ocurrieron los imprescindibles. APÓCRIFOS: Veamos cómo cuenta este primitivo texto apócrifo el matrimonio de José y María:

Se criaba María en el templo del Señor como si fuera una paloma y recibía el sustento de la mano de un ángel. Cuando tuvo doce años deliberaron los sacerdotes y dijeron: «He aquí que María ha cumplido doce años en el templo del Señor. ¿Qué haremos con ella para que no se mancille el santuario del Señor nuestro Dios?» Y dijeron al sumo sacerdote: «Tú estás en el altar del Señor; entra en el santuario y ruega por ella y haremos lo que te revele el Señor». El sumo sacerdote cogió el pectoral con las doce campanillas y se dirigió al Sancta Sanctorum y rogó por ella. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor y le dijo: «Zacarías, Zacarías, sal y convoca a los viudos del pueblo; que traigan cada uno su cayado y a quien el Señor señale ése será su esposo». Salieron los heraldos por todo el territorio de Judea y resonaron las trompetas del Señor, y pronto concurrieron todos. San José arrojó su hacha y se apresuró a reunirse con ellos, y después de estar todos reunidos cogieron los cayados y fueron al sumo sacerdote. Este cogió los cayados de todos, entró en el templo y oró. Después de haber terminado la oración, tomó los cayados, salió y se los entregó, y ninguna señal apareció en ellos. Pero cuando José cogió el último cayado, he aquí que una paloma salió de éste y voló a la cabeza de san José. Y dijo el sacerdote a san José: «Tú estás destinado por la suerte para tomar bajo tu protección a la Virgen del Señor» y san José contestó y dijo: «Tengo hijos, soy un hombre viejo; ella en cambio es joven, tengo miedo de parecer ridículo ante los hijos de Israel». Y dijo el sacerdote a san José: «Teme al Señor, tu Dios, y recuerda lo que hizo con Datán, Abirón y Coré, cómo abrió la tierra y fueron tragados por ella por su oposición. Y teme ahora a Dios, José, no vaya a ocurrir algo en tu casa». Y José temió y la tomó bajo su protección. Y dijo a María: «He aquí que te recibo del templo del Señor y te dejo ahora en mi casa y me voy a hacer mis trabajos y después vendré otra vez a donde ti; el Señor tendrá cuidado de ti mientras tanto.

¡Delicioso! Pero sin una sola palabra que se sostenga a la luz de la crítica y de la historia. Esos heraldos que pregonan por todo el país, esos cayados de los que salen palomas (en otras versiones simplemente la madera seca florece de repente) que se posan en la cabeza del elegido. 0Estamos en el reino de las hadas.

No menos curioso es el apócrifo titulado «Historia de José, el carpintero» y que data del siglo VI o Vil. Esta vez el escritor, egipcio probablemente, nos cuenta nada menos que toda la vida de José... narrada por Jesús a sus discípulos en el huerto de los Olivos. En él se nos dice que José tuvo de su primer matrimonio cuatro hijos y dos hijas (y hasta se nos dan sus nombres: Judas, Justo, Jacobo, Simeón, Assia y Lidia) y que, viudo, tras 49 años de convivencia con su primera esposa, recibió a María, de 12 años, como si fuera una hija más. El apócrifo se extiende esta vez, sobre todo, en la muerte de José:

Pasaron los años y envejeció. Sin embargo no padecía ninguna enfermedad. Conservaba la luz de sus ojos y no perdió ni un diente de su boca. También conservó siempre la vitalidad de su espíritu. Trabajaba como un joven en la plenitud de su vigor, y sus miembros estaban sanos. Viviré durante ciento once años.

Pero un día le llegó la hora de morir. Era -dice el escritor- el 26 de abril. El detalle nos muestra el sentido de todo el escrito: su autor quiere defender una fecha concreta para la celebración de la fiesta de san José. Pero, una vez puesto a demostrarlo, rodea de ternísimos detalles -siempre en la boca de Cristo la muerte del anciano:

Yo me senté a sus pies y le contemplaba. Tuve sus manos entre las mías durante toda una hora. Dirigió hacia mi su rostro y me indicó que no le abandonara. Acto seguido puse mi mano sobre su pecho y me di cuenta de que su alma iba en seguida a dejar su morada... Vinieron entonces Miguel y Gabriel, recibieron el alma de mi padre José y la cubrieron de luminosos vestidos. Le cerré los ojos con mis propias manos y cerré su boca. Y dije a José: «No te invadirá ningún olor a cadáver ni saldrá de tu cuerpo gusano alguno. Nada de tu cuerpo se corromperá, padre mío, sino que permanecerá integro e incorruptible hasta el ágape milenario.

El silencio respetuoso del evangelio

La fábula es hermosa, pero tendremos que olvidarla para tratar de acercarnos a la realidad. Y la realidad es que el evangelio -en expresión de Rops- rodea su figura de sombra, de humildad y de silencio: se le adivina, más que se le ve. Nada sabemos de su patria. Algunos exegetas se inclinan a señalar Belén. Otros prefieren Nazaret. De Belén descendían posiblemente sus antepasados. Nada sabemos tampoco de su edad. Los pintores, siguiendo a la leyenda, le prefieren adulto o anciano. Un especialista como Franz Jantsch sitúa a José, a la hora de su matrimonio, entre los 40 ó 50 años, aun rechazando la idea de la ancianidad. Pero dada la brevedad de la vida en aquel siglo y aquel país, los cuarenta o cincuenta hubieran sido una verdadera ancianidad.

Al otro extremo se va Jim Bishop que pone a José con 19 años. Lo más probable es que tuviera algunos años más que María y que se desposara con ella en torno a los 25, edad muy corriente para los jóvenes que se casaban en aquel tiempo. ¿Era realmente carpintero? Otra vez la oscuridad. La palabra griega tecton habría que traducirla, en rigor, como «artesano», sin mayores especificaciones. A favor de un trabajo de carpintería estaría la antigüedad de la tradición (san Justino nos dice que construía yugos y arados, y en la misma linea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan Damasceno) y el hecho de que ningún apócrifo le atribuya jamás otro oficio. Hasta la edad media no aparecen los autores que le dicen herrero (san Isidoro de Sevilla entre otros). Pero ninguna prueba decisiva señala con precisión el oficio de José.

Algo puede aclararnos el hecho de que en la época de Cristo en Palestina escaseaba la madera. No había sino los famosos cedros, que eran pocos y propiedad de ricos, palmeras, higueras y otros frutales. Como consecuencia muy pocas cosas eran entonces de madera. Concretamente, en Nazaret las casas o eran simples cuevas excavadas en la roca o edificaciones construidas con cubos de la piedra caliza típica del lugar (tan blanda que se cortaba con sierras). En los edificios la madera se reducía a las puertas y muchas casas no tenían otra puerta que una gruesa cortina. No debía, pues, ser mucho el trabajo para un carpintero en un pueblo de no más de cincuenta familias. Preparar o reparar aperos de labranza o construir rústicos carros. Los muebles apenas existían en una civilización en que el suelo era la silla más corriente y cualquier piedra redonda la única mesa. Evidentemente la carpintería no era un gran negocio en el Nazaret de entonces. Habría que empezar a pensar que la verdadera profesión de José era lo que actualmente denominaríamos «sus chapuzas». Todo hace pensar que sus trabajos eran encargos eventuales que consistían en reparar hoy un tejado, mañana en arreglar un carro, pasado en recomponer un yugo o un arado. Sólo dos cosas son ciertas: que trabajaba humildemente para ganarse la vida y que se la ganaba más bien mal que bien.

Su matrimonio con María

Este es el hombre que Dios elige para casarse con la madre del Esperado. Y lo primero que el evangelista nos dice es que María estaba desposada con él y que antes de que conviviesen (Mt 1, 18) ella apareció en estado. Nos encontramos ya aquí con la primera sorpresa: ¿Cómo es que estando desposada no habían comenzado a convivir? Tendremos que acudir a las costumbres de la época para aclarar el problema. El matrimonio en la Palestina de aquel tiempo se celebraba en dos etapas: el «quiddushin» o compromiso y el «nissuin» o matrimonio propiamente tal. Como es habitual en muchos pueblos orientales son los padres o tutores quienes eligen esposo a la esposa y quienes conciertan el matrimonio sin que la voluntad de los contrayentes intervenga apenas para nada. María y José se conocerían sin duda (todos se conocen en un pueblecito de cincuenta casas) pero apenas intervinieron en el negocio. Y uso la palabra «negocio» porque es lo que estos tratos matrimoniales parecían. Los padres o tutores de los futuros desposados entablaban contactos, discutían, regateaban, acordaban. Ambas familias procuraban sacar lo más posible para el futuro de sus hijos.

Pero no parece que en este caso hubiera mucho que discutir. José pudo aportar sus dos manos jóvenes y, tal vez como máximo, sus aperos de trabajo. María -aparte de su pureza y su alegría- pondría, como máximo, algunas ropas y muebles o útiles domésticos. Los tratos preliminares concluían con la ceremonia de los desposorios que se celebraba en la casa de la novia. Amigos y vecinos servían de testigos de este compromiso que, en rigor, tenia toda la solidez jurídica de un verdadero matrimonio. «He aquí que tú eres mi prometida» decía el hombre a la mujer, mientras deslizaba en su mano la moneda que simbolizaba las arras. «He aquí que tú eres mi prometido» respondía la mujer, que pasaba a ser esposa de pleno derecho. Con el nombre de «esposa de fulano» se la conocía desde entonces. Y, si el novio moría antes de realizarse el verdadero matrimonio, recibía el nombre de «viuda». La separación sólo con un complicado divorcio podía realizarse. Los desposorios eran, pues, un verdadero matrimonio. Tras ellos podían tener los novios relaciones intimas y el fruto de estas relaciones no era considerado ilegitimo, si bien en Galilea la costumbre era la de mantener la pureza hasta el contrato final del matrimonio. Este solía realizarse un año después y era una hermosa fiesta. Un miércoles -día equidistante entre dos sábados- el novio se dirigía, a la calda de la tarde, hacia la casa de su prometida, llevando del ronzal un borriquillo ricamente enjaezado. Las gentes se asomaban a las puertas y, en las grandes ciudades, se agolpaban en las ventanas. En su casa esperaba la novia rodeada de sus amigas, todas con sus lámparas encendidas. La novia vestía de púrpura, ajustado el vestido con el cinturón nupcial que la víspera le habla regalado el novio. Perfumada con ungüentos preciosos, lucia la muchacha todas sus joyas: brazaletes de oro y plata en muñecas y tobillos, pendientes preciosos. La mujer recibía al hombre con los ojos bajos. Este la acomodaba sobre el asno que luego conducirla de la brida. En el camino grupos de niños arrojaban flores sobre los desposados. Sonaban flautas y timbales y, sobre las cabezas de los novios, los amigos agitaban arcos de palmas y ramos de olivo. Cantaba por la calle la novia. En sus cantos hablaba a sus amigas de su felicidad. El cortejo y los amigos del esposo cantaban también, elogiando las virtudes de los desposados. Ya en la casa del novio, un sacerdote o un anciano leía los textos que hablaban de los amores de Sara y Tobías. Y el vino completaba la alegría de todos.

María y José, en el silencio de Dios

María y José vivieron sin duda todas estas ceremonias. Pero, para ellos, entre la primera y la segunda, ocurrió algo que trastornó sus vidas y que dio un especialísimo sentido a este matrimonio. María y José iban a cruzar ese tremendo desierto que los modernos llamamos «el silencio de Dios». Son esos «baches» del alma en los que parece que todo se hundiera. Miramos a derecha e izquierda y sólo vemos mal e injusticia. Salimos fuera de nuestras almas y contemplamos un mundo que se destruye, las guerras que no cesan, los millones de hambrientos. Incluso en el mundo del espíritu no vemos sino vacilación. Ni la propia Iglesia parece segura de si misma. Nos volvemos, entonces, a Dios y nos encontramos con un muro de silencio. ¿Por qué Dios no habla? ¿Por qué se calla? ¿Por qué nos niega la explicación a que tenemos derecho? Hemos dedicado a él lo mejor de nuestra vida, creemos tener la conciencia tranquila... ¡Mereceríamos una respuesta! Pero él permanece callado, horas y horas, días y días.

Alguien nos recuerda, entonces, la frase del libro de Tobías: Porque eras grato a Dios, era preciso que la tentación te probara (Tob 2, 12) ¿Por ser grato a Dios? ¿Precisamente por serle grato? La paradoja es tan grande que nos parece un bello consuelo sin sentido. Pero es el único que nos llega, porque Dios continúa callado, sin concedernos esa palabra suya que lo aclararía todo. Dios niega este consuelo a sus mejores amigos escribe Moeller y la Biblia lo testimonia largamente. Todos, todos han pasado alguna vez por ese amargo desierto del «silencio de Dios». Es lo que ahora van a vivir María y José.

Ella habla partido hacia Ain Karim a mitad del año entre la ceremonia de los desposorios y el matrimonio propiamente tal. Había pedido permiso a José para ausentarse, pero no había dado demasiadas explicaciones. Tampoco José las había pedido: era natural que le gustara pasar unas semanas con su prima y mucho más si sabia o sospechaba que Isabel esperaba un niño. Algo más extraña resultó la vuelta precipitada de María. Aunque los exegetas no están de acuerdo. los textos evangélicos parecen insinuar que volvió a Nazaret faltando algunos días o semanas para el nacimiento de Juan. Al menos, nada dicen de una presencia de María en los días del alumbramiento. ¿A qué vienen ahora estas prisas? ¿No era normal que acompañase a su prima precisamente en los días en que más podía necesitarla? Esta prisa obliga a pensar que o faltaba poco tiempo para la ceremonia del matrimonio de María o, más probablemente, que los síntomas de la maternidad empezaban a ser ya claros en ella y no quiso que José se enterase de la noticia estando ella fuera. Regresó, pues, a Nazaret y esperó, esperó en silencio. No parece en absoluto verosímil que María contase como apunta Bishop su estado a José. Los evangelios insinúan un silencio absoluto de María. San Juan Crisóstomo en una homilía de prodigioso análisis psicológico trata de investigar el por qué de este silencio:

Ella estaba segura de que su esposo no hubiera podido creerla si le contara un hecho tan extraño. Temía, incluso, excitar su cólera al dar la impresión de que ella trataba de cubrir una falta cometida. Si la Virgen había experimentado una extrañeza bien humana al preguntar cómo ocurriría lo que anunciaba el ángel, al no conocer ella varón, cuánto más habría dudado José, sobre todo si conocía esto de labios de una mujer, que por el mismo hecho de contarlo, se convertía en sospechosa.

No, era algo demasiado delicado para hablar de ello. Además ¿qué pruebas podía aportar María de aquel misterio que llenaba su seno sin intervención de varón? Se calló y esperó. Esta había sido su táctica en el caso de Isabel y Dios se habla anticipado a dar las explicaciones necesarias. También esta vez lo haría. Seguía siendo asunto suyo.

La noche oscura de José

¿Cómo conoció José el embarazo de María? Tampoco lo sabemos. Lo más probable es que no lo notara al principio. Los hombres suelen ser bastante despistados en estas cosas. Lo verosímil es pensar que la noticia comenzó a correrse entre las mujeres de Nazaret y que algunas de ellas, entre pícara e irónica, felicitó a José porque iba a ser padre. Ya hemos señalado que nadie pudo ver un pecado en este quedar embarazada María -de quien ya era su marido legal, pensarían todos- antes de la ceremonia matrimonial. No era lo más correcto, pero tampoco era un adulterio. Nadie se rasgaría, pues, las vestiduras, pero no faltarían los comentarios picantes. En un pueblo diminuto, el embarazo de María era una noticia enorme y durante días no se hablaría de otra cosa en sus cincuenta casas. Para José, que sabía que entre él y María no había existido contacto carnal alguno, la noticia tuvo que ser una catástrofe interior. Al principio no pudo creerlo, pero luego los signos de la maternidad próxima empezaron a ser evidentes. No reaccionó con cólera, sino con un total desconcierto. La reacción normal en estos casos es el estallido de los celos. Pero José no conocía esta pasión que los libros sagrados describen implacable y dura como el infierno. El celoso -decía el libro de los Proverbios- es un ser furioso. no perdonará hasta el día de la venganza (Prov 6, 34).

En José no hay ni sombra de deseos de venganza. Sólo anonadamiento. No puede creer, no quiere creer lo que ven sus ojos. ¿Creyó José en la culpabilidad de su esposa? San Agustín, con simple realismo, dice que sí: la juzgó adúltera. En la misma línea se sitúan no pocos padres de la Iglesia y algunos biógrafos. Pero la reacción posterior de José está tan llena de ternura que no parece admitir ese pensamiento. Lo más probable es que José pensara que María había sido violada durante aquel viaje a Ain Karim. Probablemente se echó a sí mismo la culpa por no haberla acompañado. Viajar en aquellos tiempos era siempre peligroso. Los caminos estaban llenos de bandoleros y cualquier pandilla de desalmados podía haber forzado a su pequeña esposa. Esto explicaría mucho mejor el silencio en que ella se encerraba. Por otro lado, la misteriosa serenidad de María le desconcertaba: no hubiera estado así de haber sido culpable su embarazo, se hubiera precipitado a tejer complicadas historias. El no defenderse era su mejor defensa.

¿Pudo sospechar José que aquel embarazo viniera de Dios? Algunos historiadores así lo afirman y no falta quien crea que esta sospecha es lo que hacía temblar a José que, por humildad, no se habría atrevido a vivir con la madre del futuro Mesías. La explicación es piadosa pero carece de toda verosimilitud. Las profecías que hablaban de que el Mesías nacería de una virgen no estaban muy difundidas en aquella época y la palabra «almah» que usa el profeta Isaías se interpretaba entonces simplemente como «doncella». Por lo demás, ¿cómo podía imaginar José una venida de Dios tan sencilla? Lo más probable es que tal hipótesis no pasara siquiera por la imaginación de José antes de la nueva aparición del ángel. Sobre todo habiendo, como había, explicaciones tan sencillas y normales como la violación en el camino de Ain Karim.

Pero el problema para José era grave. Es evidente que él amaba a María y que la amaba con un amor a la vez sobrenatural y humano. Tenemos un corazón para todos los usos, ha escrito Cabodevilla. Si la quería, no le resultaba difícil perdonarla y comprenderla. Un hombre de pueblo comprende y perdona mucho mejor que los refinados intelectuales. La primera reacción de José tuvo que ser la de callarse. Si María había sido violada bastante problema tendría la pobrecilla para que él no la ayudara a soportarlo. Mas esta solución tampoco era simple. José, dice el evangelista, era «justo» (Mt 1, 19). Esta palabra en los evangelios tiene siempre un sentido: cumplidor estricto de la ley. Y la ley mandaba denunciar a la adúltera. Y, aun cuando ella no fuera culpable, José no podía dar a la estirpe de David un hijo ilegítimo. Y el que María esperaba ciertamente parecía serlo. Si José callaba y aceptaba este niño como si fuera suyo, violaba la ley y esto atraería castigos sobre su casa, sobre la misma María a quien trataba de proteger. Este era el «temor» del que luego le tranquilizaría el ángel.

Pero, si él no reconocía este niño como suyo, el problema se multiplicaba. María tendría que ser juzgada públicamente de adulterio y probablemente sería condenada a la lapidación. Esta idea angustió a José. ¿Podría María probar su inocencia? Su serenidad parecía probar que era inocente, pero su silencio indicaba también que no tenía pruebas claras de esa inocencia. José sabía que los galileos de su época eran inflexibles en estas cosas. Quizá incluso había visto alguna lapidación en Nazaret, pueblo violento que un día querría despeñar a Jesús en el barranco de las afueras del pueblo. José se imaginaba ya a los mozos del pueblo arrastrando a María hasta aquel precipicio. Si ella se negaba a tirarse por él, sería empujada por la violencia. Luego la gente tomaría piedras. Si la muchacha se movía después de la caída, con sus piedras la rematarían. Dejarían luego su cuerpo allí, para pasto de las aves de rapiña.

No podía tomarla, pues. Denunciarla públicamente no quería. ¿Podría «abandonarla» en silencio? Entendida esta palabra «abandonarla» en sentido moderno, habría sido la solución más sencilla y la más coherente en un muchacho bueno y enamorado: un día desaparecería él del pueblo; todas las culpas recaerían sobre él; todos pensarían que él era un malvado que había abandonado a María embarazada. Así, nadie sospecharía de ella, ni del niño que iba a venir. Pero ni este tipo de abandonos eran frecuentes entonces, ni la palabra «abandonar» que usa el evangelista tiene ese sentido. En lenguaje bíblico «abandonar» era dar un libelo legal de repudio. Probablemente, pues, era esto lo que proyectaba José: daría un libelo de repudio a María, pero en él no aclararía la causa de su abandono. De todos modos tampoco era sencilla esta solución y no terminaba de decidirse a hacerlo.

¿Cuánto duró esta angustia? Días probablemente. Días terribles para él, pero aún más para ella. ¡Dios no hablaba! ¡Dios no terminaba de hablar! Y a María no le asustaba tanto la decisión que José pudiera tomar, cuanto el dolor que le estaba causando. Ella también le quería. Fácilmente se imaginaba el infierno que él estaba pasando. Y los dos callaban. Callaban y esperaban sumergidos en este desgarrador silencio de Dios. Su doble pureza hacia más hondas sus angustias. Seres abiertos a lo sobrenatural aceptaban esto de ser llevados de la mano por el Eterno. ¡Pero este caminar a ciegas! ¡Este verse él obligado a pensar lo que no quería pensar! ¡Este ver ella que Dios inundaba su alma para abandonarla después a su suerte! Difícilmente ha habido en la historia dolor más agudo y penetrante que el que estos dos muchachos sintieron entonces. ¡Y no poder consultar a nadie, no poder desahogarse con nadie! Callaban y esperaban. El silencio de Dios no seria eterno.

El misterio se aclara con un nuevo misterio

No lo fue. No habla llegado José a tomar una decisión cuando en sueños se le apareció un ángel del Señor (Mt 1, 20). En sueños: si el evangelista estuviera inventando una fábula habría rodeado esta aparición de más escenografía. No hubiera elegido una forma tan simple, que se presta a que fáciles racionalismos hicieran ver a José como un soñador. Pero Dios no usa siempre caminos extraordinarios. En el antiguo testamento era frecuente esta acción de Dios a través del sueño. Entre sueños, con visiones nocturnas -decía el libro de Job- abre Dios a los hombres los oídos y los instruye y corrige (Job 4, 13). Era además un sueño preñado de realidad. Difícilmente se puede decir más de lo que el ángel encierra en su corto mensaje. Comienza por saludar a José como «hijo de David» (Mt 1, 20), como indicándole que cuanto va a decirle le afecta no sólo como persona, sino como miembro de toda una familia que en Jesús queda dignificada. Pasa después a demostrar a José que conoce todo cuanto estos días está pasando: No temas en recibir a María (Mt 1, 20). Dirige sus palabras al «justo», al cumplidor de la ley. No temas, al recibir a María no recibes a una adúltera, no violas ley alguna. Puedes recibir a María que es «tu esposa» y que es digna de serlo pues lo concebido en ella es obra del Espíritu santo. Son palabras gemelas a las que usara con María. Y contenían lo suficiente para tranquilizar a José. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. (Mt 1, 21). El mensaje se dirige ahora a José. como diciéndole: aunque tú no serás su padre según la carne, ejercerás sobre él los verdaderos derechos del padre. simbolizados para los hebreos en esta función de ponerle nombre. El nombre tiene en el mundo bíblico mucha mayor importancia que entre nosotros. Casi siempre posee un sentido que trata de definir la vida de quien lo lleva. Y el cambio de nombre adquiere siempre en el antiguo testamento el doble sentido de una «elección» y de una especial «misión». El nombre es, en cierto modo, la primera revelación de Dios sobre el hombre.

Y el nombre que el ángel dice no carece de sentido, es un tesoro inagotable, comenta san Juan Crisóstomo. Se llamará Jesús (Ya-chúa, en hebreo) es decir: «Yahvé salva». Este nombre de «salvador» se aplica a Dios unas cien veces en el antiguo testamento. Dios es mi salvador, viviré lleno de confianza y no temeré (Is 12, 2). Cuán hermosos son los pies de aquel que pregona la salvación (Is 52, 7). El ángel anuncia así que Jesús traerá lo que el hombre más necesita, lo que sólo Dios puede dar, lo más que Dios puede dar al hombre: la salvación. Salvación, en primer lugar, para su pueblo, para Israel. Habla el ángel a José de lo que mejor puede entender, de lo que más esperaba un judío de entonces. En su hijo se cumplirá aquello que anunciaba el salmo 130: Espera, oh Israel, en el Señor. Porque en el Señor hay misericordia y salvación abundante. El redimirá algún día a Israel de todas sus iniquidades.

Aún es más fecundo el mensaje del ángel: puntualiza en qué consistirá esa salvación. El pueblo -explica el comentario de san Juan Crisóstomo- no será salvado de sus enemigos visibles, ni de los bárbaros, sino de algo más importante. del pecado. Y esto nadie podía haberlo hecho antes de Jesús. Parece que el evangelista tuviera prisa por señalar el eje de la misión de Cristo, salvador, sí, de todos los males, liberador, si, del hombre entero, pero salvador de todo porque atacaría a la raíz de todo, a la última causa de todo mal: los pecados. No venia a dar una batalla directa contra el hambre en el mundo, ni contra la dominación romana, ni contra la divinización humana que incluía la cultura helenística. Venia a dar la batalla contra todo pecado que corrompe el interior del hombre, sabiendo, eso si, que en ella quedarían también incluidas la lucha contra el hambre, la opresión, la idolatría de la inteligencia. Venía a cambiar al hombre, sabiendo que, cuando el hombre fuera mejor, sería también más feliz.

El ángel ha concluido ya su mensaje. Pero el evangelista aún tiene algo que añadir. Mateo se ha propuesto como fin fundamental de su evangelio mostrar a sus contemporáneos cómo se realizan en Cristo todas las profecías que anunciaban al Mesías y aquí nos señala cómo en este misterioso nacimiento se realizan las palabras de Isaías: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo... (Mt 1, 23). Estas palabras que son tan importantes para nosotros, no lo eran tanto para los contemporáneos y antecesores de Cristo, por la simple razón de que no lograban entenderlas. Las escuelas judías apenas comentaban este oráculo y no solían referirlas al Mesías. Esperaban la venida de este enviado revestido de poder y de majestad: mal podían imaginarle a través de un bebé que nace de un ser humano. Pensaban en la llegada de un vencedor adulto, nadie hablaba de su posible nacimiento. Menos aun podían intuir un nacimiento virginal y misterioso. La palabra que nosotros traducimos por «Virgen>' (almah, en hebreo) la traducían simplemente por «doncella», «jovencita». Sólo José aquella noche comenzó a vislumbrar el sentido de esa palabra y entendió que a él se le aclaraba el rompecabezas de su espíritu. Ahora todo cuadraba: la pureza incuestionable de su esposa, la misteriosa serenidad de ella, su vocación personal. Ahora supo por qué quería a María y, al mismo tiempo, no la deseaba; por qué su cariño era casi sólo respeto. Entendía cómo podían unirse ideas tan opuestas como «virginidad» y «maternidad»; cómo él podía ser padre sin serlo, cómo aquel terrible dolor suyo de la víspera había sido maravillosamente fecundo.

¿Temió, por un momento, que todo hubiera sido un sueño, una «salida» que se buscaba su subconsciente para resolver el problema? Tal vez sí lo temió. Pero, cuanto más reflexionaba, mas se daba cuenta de que aquello sólo podía ser obra de Dios. ¿Cómo iba a haber inventado él aquel prodigio de un embarazo obrado por Dios que, despierto, ni hubiera podido pasar por su imaginación? Una idea así le hubiera parecido una blasfemia. Pero ahora veía que era posible. Que no sólo era posible, sino que en ella se realizaban las profecías que antes no había podido comprender. No, no era un sueño. Sintió deseos de correr y abrazar a María. Lo hizo apenas fue de día. Y a ella le bastó ver su cara para comprender que Dios había hablado a José como antes lo habla hecho con Isabel. Ahora podían hablar ya claramente, confrontar sus «historias de ángeles», ver que todo cuadraba, «entender» sus vidas, asustarse de lo que se les pedía y sentir la infinita felicidad de que se les pidiese. Comprendían su doble amor virginal y veían que esta virginidad en nada disminuía su verdadero amor. Nunca hubo dos novios más felices que María y José paseando aquel día bajo el sol.

Un destino cambiado

Pero no sólo alegría. También miedo y desconcierto. Cuando José volvió a quedarse solo comenzó a sentir algo que sólo podía definirse con la palabra «vértigo». Sí, hablan pasado los dolores y las angustias, se había aclarado el problema de María, pero ahora descubría que todo su destino habla sido cambiado. El humilde carpintero, el muchacho simple que hasta entonces habla sido, acababa de morir. Nacía un nuevo hombre con un destino hondísimo. Como antes María, descubría ahora José que embarcarse en la lancha de Dios es adentrarse en su llamarada y sufrir su quemadura. Tuvo miedo y debió de pensar que hubiera sido mas sencillo si todo esto hubiera ocurrido en la casa de enfrente. Un poeta -J. M. Valverde- ha pintado minuciosamente lo que José debió de sentir aquella tarde, cuando se volvió a quedar solo:


¿Por qué hube de ser yo? Como un torrente 
de cielo roto, Dios se me caía 
encima: gloria dura, enorme, haciéndome 
mi mundo ajeno y cruel: mi prometida 
blanca y callada, de repente oscura 
vuelta hacia su secreto, hasta que el ángel 
en nívea pesadilla de relámpagos, 
me lo vino a anunciar:
el gran destino 
que tan bello sería haber mirado 
venir por otra calle de la aldea...

¿Y quién no preferiría un pequeño destino hermoso a ese terrible que pone la vida en carne viva? Todos los viejos sueños de José quedaban rotos e inservibles.

Nunca soñé con tanto. Me bastaban 
mis días de martillo, y los olores 
de madera y serrín, y mi María 
tintineando al fondo en sus cacharros.
Y si un día el Mesías levantaba 
como un viento el país, yo habría estado 
entre todos los suyos, para lucha 
oscura o para súbdito. Y en cambio 
como un trozo de monte desprendido 
el Señor por mi casa, y aplastada 
en demasiada dicha mi pequeña 
calma, mi otra manera de aguardarse.

Pero aún había más: la venida del Dios tonante ni siquiera era tonante en lo exterior. Dios estaba ya en el seno de María y fuera no se notaba nada. Solamente -dirá el mismo poeta- más la sobre María, más lejano el fondo de sus ojos. Sólo eso, ni truenos en el aire, ni ángeles en la altura. El trabajo seguía siendo escaso, los callos crecían en las manos, el tiempo rodaba lentamente. Sólo su alma percibía el peso de aquel Dios grande y oscuro a la vez. «Quizá -pensó- cuando el niño nazca termine por aclararse todo».

JOSÉ LUIS MARTIN-DESCALZO
VIDA-MISTERIO


viernes, 18 de marzo de 2022

Las piedras grandes.

 †

Un día, contrataron a un viejo profesor para impartir una clase sobre la planificación eficaz del tiempo a un grupo de quince directivos de grandes empresas. Esa clase 96 formaba parte de los cinco talleres de la jornada de formación, de modo que el profesor solo disponía de una hora.

 Comenzó mirándolos despacio, uno a uno, y les dijo:

 «Vamos a hacer un experimento». 

De debajo de la mesa sacó un frasco enorme, con capacidad para varios litros, que colocó con suavidad ante él. Luego mostró una docena de piedras del tamaño de pelotas de tenis y las fue depositando cuidadosamente, una a una, en el frasco. Cuando el frasco estuvo lleno hasta los bordes y era imposible añadir una sola piedra más, alzó los ojos hacia sus alumnos y les preguntó: 

«¿Está lleno el frasco?».  

Contestaron todos: «Sí». —Él esperó unos segundos y añadió: «¿Seguro?». 

Entonces volvió a agacharse y sacó de debajo de la mesa un recipiente lleno de grava. Con cuidado, echó la grava por encima de las piedras y agitó ligeramente el frasco. Los trozos de grava se filtraron entre las piedras hasta el fondo. 

El viejo profesor volvió a alzar la mirada hacia su auditorio y preguntó: 

«¿Está lleno el frasco?». 

Esta vez, sus avispados alumnos empezaron a entender su maniobra. Uno de ellos contestó: 

«Lo más probable es que no». 

«¡Muy bien!», respondió el viejo profesor. 

 Se agachó de nuevo y esta vez sacó arena de debajo de la mesa y la echó dentro. Una vez más, preguntó: 

«¿Está lleno el frasco?». 

Ahora, sin dudarlo un momento y todos a una, los alumnos contestaron: 

«¡No!». 

«¡Muy bien!», repuso el viejo profesor. 

Y, tal y como esperaban los alumnos, cogió la jarra de agua que había encima de la mesa y llenó el frasco hasta arriba. 

Luego preguntó: 

«¿Qué gran verdad nos demuestra este experimento?». 

Como era de prever, el alumno más osado, recordando el tema de la clase, contestó: 

«Demuestra que, aunque creamos que nuestra agenda está llena, si de verdad se quiere, podemos añadir más citas y más cosas que hacer». 

«No», replicó el viejo profesor, «no es eso. La verdad que nos demuestra este experimento es esta: si no metemos primero en el frasco las piedras grandes, luego no podrán caber todas». 

Se produjo un profundo silencio mientras todos se convencían de la evidencia de su razonamiento. El viejo profesor continuó:

 «¿Cuáles son las piedras grandes de vuestra vida? ¿La salud, la familia, los amigos, los sueños, la carrera profesional? 

Lo que hay que recordar es la importancia de meter en primer lugar las piedras grandes de nuestra vida; si no, corremos el riesgo de no ser felices. 

Si damos prioridad a la pacotilla –la grava, la arena–, llenaremos nuestra vida de futilidades, de cosas sin importancia y sin valor, y no nos quedará tiempo que dedicar a lo importante. 

Por eso, no olvidéis preguntaros: ¿cuáles son las piedras grandes de mi vida? Y luego metedlas primero en el frasco de vuestra vida». 

El viejo profesor saludó a su auditorio con un gesto amistoso de la mano y abandonó lentamente la sala.

(Esta historia está extraída del libro : "Dios o nada." Nicolas Diat en su entrevista al Cardenal Robert Sarah )

martes, 30 de noviembre de 2021

La historia del viejo Jim

 El viejo Jim, cada día, a las 12🕛, Jim entraba a la Iglesia ⛪ por no más de dos minutos y luego salía. 

El sacristán, que era muy curioso, un día detuvo a Jim y le preguntó:  

—¿A qué vienes cada día?

—Vengo a orar  

—¡Imposible! ¿Qué oración puedes decir en dos minutos?  

—Soy un viejo ignorante, oro a Dios a mi manera.  

—Pero ¿qué dices?  

—Digo: Jesús, aquí estoy, soy Jim. Y me voy.  

Pasaron los años. Jim, cada vez más viejo, enfermo, ingresó al hospital, en la sección de los pobres. Cuando parecía que Jim iba a morir, el sacerdote y la religiosa enfermera estaban cerca de su lecho.  

—Jim, dinos ¿por qué desde que tú entraste a esta sección todo ha mejorado y la gente se ha puesto más contenta, feliz y amigable?

—No lo sé. Cuando puedo caminar, voy por todas partes visitando a todos, los saludo, platico un poco; cuando estoy en cama llamo a todos, los hago reír a todos y hago felices a todos. Con Jim están siempre felices.  

—Y tú, ¿por qué eres feliz?  

—Ustedes, cuando reciben diario una visita, ¿no son felices?  

—Claro. Pero ¿quién viene a visitarte? Nunca hemos visto a nadie.  

—Cuando entré a esta sección les pedí dos sillas: una para ustedes, y otra reservada para mi huésped, ¿no ven?  

—¿Quién es tu huésped?  

—Es Jesús. Antes iba a la Iglesia a visitarlo ahora ya no puedo hacerlo; entonces, a las 12, Jesús viene.  

—Y, ¿qué te dice Jesús?  

—Dice: ¡Jim, aquí estoy, soy Jesús!…  

Antes de morir lo vimos sonreír y hacer un gesto con su mano hacia la silla cercana a su cama, invitando a alguien a sentarse… sonrió de nuevo y cerró los ojos.  

(Cuando me faltan las fuerzas y no logro ni siquiera recitar mis oraciones, repito: «Jesús, aquí estoy, soy Francisco». Me entra el gozo y el consuelo, experimento que Jesús me responde: «Francisco, aquí estoy, soy Jesús»)

Extraida del libro "Cinco panes y dos peces" Cardenal Francisco Xavier Nguyen van Thuan


sábado, 30 de octubre de 2021

«Ecce crucem Domini»

 †

(Tomado del libro "Habla un exorcista" del pater Gabriele Amor
T original: Un esorcista racconta)







¿Miedo del diablo? Responde santa Teresa de Jesús Contra los miedos injustificados al demonio, reproducimos una página de santa Teresa de Ávila, tomada de su Vida (capítulo 25, 20-22). Es una página alentadora, a menos que seamos nosotros quienes abramos la puerta al iem»mo... 

«Pues si este Señor es poderoso, como veo que lo es, y sé que lo es, y que con sus esclavos los demonios — y de ello no hay que dudar, pues es fe —, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?¿Por qué no he de tener yo fortaleza para combatirme con todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temiera tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos; y ansí dije: — Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis hacer. »Es sin duda que me parecía me habían miedo, porque yo quedé sosegada, y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener, hasta hoy: ¡Jorque aunque algunas veces los vía, como diré después, no les he habido más casi miedo, antes me parecía ellos me le habían a mí. Quedóme un señorío contra ellos, bien dado del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza. »No saben estos enemigos derecho acometer, sino a quien ven que se les rinde, o cuando lo permite Dios para más bien de sus siervos, que los tienten y atormenten. Pluguiese a Su Majestad temiésemos a quien hemos de temer y entendiésemos nos puede venir mayor daño de un pecado venial que de todo el infierno junto, pues es ello ansí. Que espantados nos train estos demonios, porque nos queremos nosotros espantar con otros asimientos de honras y haciendas y deleites; que entonces, juntos ellos con nosotros mesmos, que nos somos contrarios, amando y queriendo lo que hemos de aborrecer, mucho daño nos harán; porque con nuestras mesmas armas les hacemos que peleen contra nosotros, puniendoen sus manos con las que nos hemos de defender. •Ésta es la gran lástima. Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos abrazamos con la cruz y tratamos servirle de verdad, huye él de estas verdades como de pestilencia.Es amigo de mentiras y la mesma mentira; no hará pacto con quien anda en verdad. Cuando él ve escurecido el entendimiento, ayuda lindamente a que se quiebren los ojos; porque si a uno ve ya ciego en poner su descanso en cosas vanas, y tan vanas que parecen las de este mundo cosa de juego de niños, ya él ve que éste es niño, pues trata como tal, y atrévese a luchar con él una y muchas veces. •Plega el Señor que no sea yo de éstos, sino que me favorezca Su Majestad para entender por descanso lo que es descanso, y por honra lo que es honra, y por deleite lo que es deleite, y no todo al revés; ¡y una higa para todos los demonios!, que ellos me temerán a mí. No entiendo estos miedos: ¡demonio, demonio!, donde podemos decir: ¡Dios, Dios! y hacerle temblar. Sí, que ya sabemos que no se puede menear si el Señor no lo permite.¿Qué es esto? Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mesmo; porque él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir. ¡Bendito sea el Señor, que tan de veras me ha ayudado!»